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San Cristóbal: el sur que forjó ciudad (Homejane a una Gran Localidad)

 Por  Diana Rodríguez

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Imagen copiada de https://psancristobal.arquibogota.org.co/centro-de-informacion/articulos/parroquia-san-cristobal-historia

En la ladera del cerro, Bogotá se ve distinta. Más humana. Más real. Allí, donde la ciudad deja de ser vitrina y se convierte en lucha, nace San Cristóbal, una localidad hecha de historia, tierra y esperanza.

La memoria de Bogotá no se escribe solo desde salones dorados ni desde los archivos del poder, se graba a través  de las faldas que conforman sus cerros, en el barro bajo las uñas de los que llegaron sin nada y levantaron, a pulso, sus casas, sus barrios, sus sueños. Allí, donde el asfalto se empina hasta encontrarse con la neblina, vive San Cristóbal: la localidad número cuatro del Distrito Capital. Un número que no alcanza a decir nada sobre su profundidad, pero sí su posición en el mapa de las resistencias urbanas.

Mucho antes de que existieran las fronteras invisibles de la ciudad, esta tierra fue un fértil valle. El río Fucha era entonces un cuerpo de vida que irrigaba las haciendas donde se cultivaba trigo y maíz. La Milagrosa, Las brisas, La Fiscala (barrio de disputa entre las dos localidades), San Blas, Vitelma (que le regalo el agua a todo Bogotá) ... eran nombres de grandes extensiones rurales que, sin saberlo, preparaban el terreno para el nacimiento de una ciudad dentro de otra ciudad.

                                           

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Los chircales que moldeaban ladrillos a fuego lento ( ladrillera la gaitana), fábricas de naipes y pólvora, manos que sabían de barro y alquimia. El trabajo artesanal, sin máquinas ni horarios, sostenía las primeras comunidades de lo que aún no era San Cristóbal, pero ya respiraba como tal.

El barrio Las Cruces, en los lindes de Santa Fe, fue la primera chispa de urbanización. Desde allí, los caminos se abrieron hacia el sur, dando paso al Villa Javier, fundado por José María Campo Amor hacia 1915. Luego vendría el 20 de Julio, en 1925, donde el fervor religioso se asentó con fuerza. En ese lugar, el padre Juan del Rizzo sembró la devoción al Divino Niño, y con ella, un símbolo que aún hoy convoca multitudes. El templo, inaugurado en 1942, no es solo un lugar de oración, es el corazón espiritual de una localidad que aprendió a creer incluso en las épocas más difíciles.

La historia de San Cristóbal no es lineal, es un mosaico de llegadas, partidas y retornos. En los años treinta, la represa La Regadera y el acueducto de Vitelma conectaron al suroriente con el resto de la capital. Fue el inicio de un proceso de urbanización que no vendría acompañado de justicia: muchas veces llegó el cemento sin servicios, la vivienda sin legalidad, la vida sin garantías.

Luego vino la violencia. En los años cincuenta, el país sangraba por sus campos y miles de desplazados caminaron hacia el centro en busca de refugio. San Cristóbal los recibió. Con calles sin nombre y lomas sin títulos, levantaron techos y esperanzas. Barrios como Buenos Aires, San Isidro, Córdoba y El Sosiego se expandieron sobre los cerros, empujados por el hambre, sostenidos por la dignidad.

La historia de esta localidad es, en esencia, una historia de exclusión convertida en comunidad. En 1972, se le reconoció como la Alcaldía Menor Número Cuatro. Pero el verdadero reconocimiento no vino desde los escritorios: vino desde abajo, desde el trabajo colectivo de sus habitantes, desde la apropiación del espacio, desde los lazos invisibles que unen al vecino con el barrio, y al barrio con el territorio.

Con la Constitución de 1991, Bogotá fue elevada a Distrito Capital y San Cristóbal se convirtió oficialmente en localidad. Para entonces, ya había 140 asentamientos, muchos de ellos sin agua ni alcantarillado, pero con escuelas populares, bibliotecas autogestionadas y procesos culturales que resistían al olvido. San Cristóbal era marginal, sí, pero nunca invisible.

Hoy, con casi 400 mil habitantes, esta localidad se extiende entre la modernidad forzada y las huellas de lo ancestral. Tiene zonas rurales y urbanas, barrios que se abrazan al cerro y comunidades que dialogan con la naturaleza. En los Cerros Orientales, nacen ríos, especies, historias. También peligros: deslizamientos, pobreza, abandono. Pero San Cristóbal no se rinde. Se reinventa. Más nunca abandonada por las administraciones locales.

Esta crónica no trata de una simple demarcación territorial. Trata de una comunidad que hizo ciudad cuando la ciudad no la miraba. De una historia escrita por migrantes, campesinos, obreros, artistas, mujeres líderes y jóvenes que llenan los muros con grafitis que gritan “aquí estamos”.

Porque sí, San Cristóbal está. Resiste en sus escaleras infinitas, en sus miradores que observan Bogotá desde arriba, en sus mercados, en su memoria colectiva. No es una periferia: es un corazón que late distinto, más lento, pero más fuerte.

Y mientras Bogotá siga creciendo, San Cristóbal seguirá contando su historia, no desde la que escriben los libros oficiales, sino desde la que se construye cada día, en cada calle, en cada vida.


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